lunes, 29 de septiembre de 2008

Mèdico sin licencia.

Hoy desperté recordando cosas de mi infancia (ahhhhhh, porque yo tuve infancia, aunque para algunas personas yo sigo metida en esa época, jejeje). Tendría alrededor de 3 años y ya estaba en el jardín de niños (creo que fue la mejor solución que encontró mi madre para descansar un poco). Pues ahí estaba yo, toda mona enfundada en uniforme con dos coletas en el cabello que los chicos se empeñaban en tirar de ellas pretexto que no desperdiciaba para ejercitar un poco lo que llamaría técnicas de combate y defensa personal, aunque claro a esa edad era más de combate que de defensa; siempre terminaba metida en líos………recuerdo a un niño simpaticón y callado que nunca me dejó jugar con él a las canicas y a quien yo intentaba sobornar a menudo con galletas.


Siempre intentaba todo, pero nada, se alejaba y yo solo quería estar cerca de el inventando hasta lo imposible con tal de lograr mi objetivo, lo malo que el siempre andaba muy ocupado en jugar al futbol y no reparaba en mis constantes esfuerzo por hacerme notar.


Una mañana no recuerdo por qué estalló la guerra y había que organizar la batalla campal que tendría lugar al día siguiente porque un conflicto entre alumnos es la cosa más seria del mundo. Había que traer cacerolas, palos, ollas, piedras y demás artículos que sirvieran para golpear, atontar y dejar fuera de combate al enemigo, eso los demás porque yo modosita que he sido toda la vida me propuse ser la médico voluntaria para atender y cuidar a las probables bajas bélicas.


Una tarea ardua sin duda que implicó pasar la tarde hurgando en el botiquín de emergencias y en el cajón de medicinas de mi madre, la cual ignorante de todo me veía ir y venir disimuladamente mientras de contrabando sustraía vendas, cinta adhesiva, gasas y frasquitos que no tenía la mínima idea de que contenían pero que según yo, los nombres mientras más complicados eran, más efectiva era la medicina. Guardé mi arsenal médico rogando al cielo que mi madre no se diera cuenta y me dormí deseando ansiosamente que el siguiente día llegara lo más rápido posible.


Llegó el ansiado día. Y aunque la lucha campal estaba prevista para la hora del recreo, en el ambiente podía sentirse la carga de emoción envolviéndonos. Tal vez la maestra era ciega o de plano fingía demencia esperando que en la batalla muriésemos algunos de sus alumnos que amenazábamos con volverla loca porque no me explico como no veía que en la carga habitual de las loncheras había decenas de objetos de contrabando destinados a impactar cuanto cuerpo infantil se cruzara delante.


Cuando el sonido de la campana rompió el silencio, anunciando el receso, salimos en silencio y nos dirigimos a la parte más lejana del patio.

De repente comenzó todo: tierra por todos lados, gritos, cosas volando por aquí y por allá, niños llorando, niños que se caen. Yo, como buena niña que era (y que soy) solo solté golpes por aquí y por allá, en realidad buscaba al objeto de mi afecto, cuando por fin lo encontré estaba ahí llorando y entonces recordé las medicinas….. gritando fuerte para que me escuchara dije: todos los muertos y heridos vengan, aquí es el hospital de la guerra.

Y fue un éxito!!!! Niños llorando llenos de tierra y con golpes llegaron a mí con la esperanza de encontrar una cura para su dolor y regresar cuanto antes a la batalla. Yo, comprometida como médico sacaba pastillas, daba jarabe, ponía curitas y untaba sustancias en las zonas golpeadas. Los heridos eran muchos y yo los despachaba con singular alegría y los ponía de vuelta a sus obligaciones militares. Ese día no lo olvidaré nunca! Diego el objeto de mi afecto por fin me prestaba atención viendo de reojo mi debut como médica militar, me sentí orgullosa de mí. La guerra había valido la pena.


Las maestras nunca se dieron cuenta del zafarrancho que se armó, que por cierto, llegó a su fin junto con el recreo. En casa mi madre no se enteró del robo de las medicinas las cuales tuve que devolver esa misma tarde.


Al otro día los que participaron en la guerra volvieron al Jardín de Niños y tan amigos como siempre. No se cómo no fuimos regañados por estar manchados de merthiolate u oliendo a medicamentos raros. La calma volvía nuevamente y yo volvía a sumirme en el anonimato una vez más pues Diego no tenía más ojos que no fueran para su balón de futbol.


Curiosamente nadie se intoxicó o murió envenenado, lo cual es un milagro considerando que no tenía licencia para ejercer la medicina ¿A qué mente enferma se le ocurre medicar a su antojo a niños de 4 años? ¡¡¡¡A la mía!!!!!


Ahora esos días han quedado muy lejos y probablemente nadie lo recuerde jamás, yo lo sigo atesorando en mis recuerdos porque fue el día en que fui más importante (al menos por unos minutos) que un balón de futbol. Y porque pude salir entera y no llevar en mi conciencia el exterminio de mis compañeros de clase.